Concha Seijas

Concha Seijas
Otoño-Invierno 2009/2010. Cantabria.

domingo, 15 de mayo de 2011

CAPÍTULO DESECHADO DE LA NOVELA

CAPÍTULO 23

A los pocos días recalé por segunda vez en la casa de Stella. La llamé y me invitó a visitarla. Ella estaba sentada en el sofá esquinero; yo en la silla de diseño, frente a ella. En esa segunda visita presté mayor atención a la sala, a los detalles, al hábitat de Stella. En la puerta que separaba la sala del dormitorio y del lado de la sala había un colgador de ropa –típico de muchísimos lugares de España, por cierto; pero considerado de mal gusto por la sociedad venezolana. Era, como decimos los venezolanos: Una gallegada. La presencia allí de ese objeto de madera clavado a la puerta era un indicio claro de que antes, en algún momento anterior a la residencia de Stella en ese piso, había vivido allí una familia de inmigrantes españoles o italianos. En ese objeto de madera –poco chic para los sifrinos venezolanos; anti-chic, más bien (los prejuicios de los venezolanos son muy divertidos, pueden formar un escándalo ante un objeto que les parezca vulgar, “de poca clase”, y callar como corderos ante un golpe de Estado que –digo yo, no sé, debería ser más vulgar que un colgador de madera gallego)- colgaban carteras o bolsos artesanales o hippies, algún abrigo y una bata de casa, además de otras prendas. Sobre la mesa de dibujo observé objetos de los que no me percaté en mi primera visita. Trozos de pastel de diversos colores, lápices de acuarela; una vieja máquina de escribir con una hoja medianamente escrita colocada en ella (era un intento de guión de cine de Stella); un teclado Casio de cinco octavas conectado al altavoz de la mesita pequeña. En la pared detrás del sofá perpendicular a la pared donde estaba la puerta de entrada al piso había colgado con clavos un inmenso calendario del año en curso de una sola hoja donde cabían todos los meses. El fondo del calendario simulaba una partitura musical con muchísimas fugas (un exceso de fugas) y nulos silencios. Una partitura para piano –una presunta partitura para piano- me pareció deducir. Luego recordé que ese mismo calendario aparecía en la sala de un personaje de una de las telenovelas que Venevisión proyectaba en ese momento. Tomábamos batidos, por supuesto. Yo muy lentamente. Había llevado mecanografiado mi último libro de poemas que mostré a Stella y que ella uno a uno leyó o pareció leer con mucha atención. Cuánta soledad –dijo, luego de concluir la lectura. Era cierto, no dije nada.

Estela se sentó en la mesa de dibujo. Llevaba bragas… solamente. Siempre andaba desnuda en casa –prácticamente. Encendió el teclado y golpeó algunas teclas. El sonido salía por el altavoz de la mesita. Luego corrió al piano, en la habitación, y golpeó las mismas teclas. El mismo sonido en otro tono. Tocas –invitó. No sé tocar piano –lamenté. A veces viene una amiga que toca al piano –me contaba, risueña- y yo toco al mismo tiempo el teclado. La misma melodía y dos sonidos distintos. Estudié varios años de piano –antes de que me llevaran a Paris. Mis padres nos enviaron a mí y a mi hermana mayor Ligia. Alma era muy pequeña, así que no fue. Yo estudié fotografía para cine. Cuando iba a clases. Me enviaban dinero, nadie me vigilaba. Paris me encantó. Yo soy de La Guaira, niña. Nací, crecimos y vivimos en La Guaira. Este piano estaba allí, en nuestra casa de La Guaira. De La Guaira a Paris. Fue un impacto. Tú no eres de La Guaira –dije muy lentamente, mirándola con ternura. Familias como la tuya no viven en La Guaira. Personas como tú no crecen en La Guaira. Soy de La Guaira –afirmó dando por zanjada la cuestión. Tú eres de donde tú me digas –dije con suavidad. Sonrió con timidez, algo sonrojada. Me siguió contando de Paris (¿qué haríamos los latinoamericanos sin Paris? No existiríamos). En Paris conoció todas las drogas que aún le faltaban por probar. Incrementó su cultura y adicción etílica (yo callaba y lo creía todo, ¿aún le creo? –eso ya no importa). Tuvo docenas de amantes; hombres, mujeres. Leyó a Rimbaud y siguió todo el ritual clásico de un joven artista latinoamericano en Paris. Durmió en la calle con los clochards. Pasó hambre y frío y cantó y tocó la guitarra en el metro, por unas monedas. Aprendió francés, leyó todo lo que en Paris se debe leer (no es lo mismo leer a Vallejo en Caracas que en Paris, mucho menos a Proust). Llevó su vida al límite. No vio más a su hermana Ligia. Huyó. Quería vivir a su bola. No llamó nunca más a Caracas. Desapareció. Por propia voluntad. Un día se encontró en las faldas de una montaña en algún lugar de Alemania. Sobre ella un hombre desgarraba un piano. Todos miraban hacia la cima de la montaña, el hombre, el piano. Fue una experiencia iniciática. Que la llevó a Roma. En Roma caminaba las calles de día y de noche. De día y de noche. Caminar las calles de Roma. Eso hice. Caminé Roma toda. Llevaba cuatro años en Europa cuando la Interpol tocó la puerta del ático del teatro romano donde Estela vivía temporalmente con una muy madura actriz que demoró su estancia (la de Estela) en la ciudad eterna. Estela prepotente y desafiante preguntó qué delito había cometido –pues la buscaban a ella. La Interpol le informó que su padre la había dado por desparecida por lo cual se abocaron a localizarla. No tengo que rendir cuentas a mi padre –al parecer contestó Estela. Soy mayor de edad. ¿Me van a arrestar? No. Tan sólo le comunicaremos un mensaje de su padre: su madre se encuentra moribunda en Caracas, Venezuela. Buenas Tardes. Yo escuchaba sin moverme, atentamente, el relato de Stella. Estábamos en su habitación. Sentadas en la cama. Atardecía. Lo que me contó enseguida me movió brutalmente. Corrió a llamar a su padre. Oscar Blanco le envió el dinero del billete aéreo. Tomó el vuelo más próximo. Roma-Caracas. Llegó a Maiquetía y subió en taxi a Caracas. Directo a la clínica donde estaba internada su madre –aún joven y bella, muy bella, divorciada de su padre y casada con un ingeniero con el que tuvo dos hijos más. Corrió por los pasillos de la clínica hasta la habitación de su madre donde sus hermanas y su padre la detuvieron en seco: mamá murió hace 2 horas. Quiso, mas no pudo, esperar por ti. La culpa se apoderó de Stella. Comenzó a destruirse de manera brutal, a vengarse de si misma. Dormía en las bocacalles de bulevar de Sabana Grande, se iba con cualquiera que le ofreciese un techo. Estaba siempre borracha y drogada. Hizo del callejón de la puñalada su hogar. Indigentes, artistas de mala muerte, prostitutas, maleantes y hasta asesinos “menores” comenzaron a formar su entorno. La protegían. Mataban por ella. Porque ella bajó de su mundo a convivir con ellos. Ellos, de los que todos escapaban. La escoria de la sociedad. Ella se decidió por ellos. Abandonó su pertenencia de clase para unirse a ellos. Ella era su reina. A ella no le daban asco. Se convirtió en su musa. Les hablaba de Paris. A ellos. Que jamás salían de la calle de la puñalada. Y les cantaba… en francés. Siempre había alguien dispuesto a pagar los tragos de Stella, la coca de Stella. Stella era una rebelde y ellos la admiraban. Años después admirarían a Hugo Chávez. Fue viviendo en esas condiciones cuando Oscar Blanco decidió invertir todos sus ahorros para comprarle un pisito a Stella.

Ya no atardecía. Era de noche. En la pared, sobre el piano, había una máscara de papel maché pintada de colores. La hizo mi hermana Alma –me contestó Stella. Volvimos a la sala y sacó de un cajón de la mesita del altavoz unas partituras impresas. Moliendo café –me dijo. Las miraba entusiasmada. Miryam tiene una computadora, yo no sé usarlas –me contaba-, y tiene un programa para imprimir partituras. Fue en su casa. Imprimió Moliendo café. Míralas –las mostraba como una niña sus muñecas. Luego sacó un papel con una letra que después supe suya. Decía: “La abuela ha muerto. Ahora hay que cerrar el piso y vender los muebles”. Me contó que lo escribió meses antes en casa de su abuela recién fallecida cuando en compañía de Alma fueron a revisar el piso. También eso me conmovió. Y mucho. No quise preguntar de cuál abuela se trataba. Ya había mencionado dos. Supuse no habría más. Cuando uno vive sólo y no tiene a nadie te mueres y nadie se da cuenta hasta que los vecinos sienten el olor –dijo no sin cierto tono violento. Me pasará a mí. No mientras yo exista, Stella, tú jamás vas a morir –prometí. La conmoción ya era total. Yo estaba jodida pero contenta. Yo también mataría por ella –supuse. Cuando tenía hambre iba sin avisar a casa de la abuela y ella siempre tenía para mí un plato de sopa caliente. Ahora mi abuela se murió –prosiguió.

Stella bebía todo el tiempo que estaba despierta. Había dejado la heroína pero ya en mi segunda visita se metía sin ocultarse de mí rayas de cocaína. Consumes –preguntó a bocajarro. No –respondí y agregué- pero si tú quieres lo hago. No, no quiero joderte, no quiero contagiar mis vicios a nadie. Se fumaba unas tres cajas de cigarrillos al día. Prácticamente no comía. Era alta y delgadísima. Y yo la amaba así como era, con alcohol y drogas. Quizá la amaba por ello. Destruía su vida lentamente –me confiaba- pero disfrutaba durante su autodestrucción. Hacia apología del placer autodestructivo. Nunca me perdonaré no haber estado en la muerte de mi madre –me decía. Nunca. ¿Ves este peluche? Está viejito, se llama Teddy. Cuando era pequeña le preguntaba a mi madre: ¿a quien quieres más, a mí o a Teddy? A Teddy –me respondía ella. Ella me lo regaló. Por qué desapareciste tanto tiempo, Estela , si querías tanto a tu madre –por qué. Por eso. No comprendo. Sonrisa adulta. Por qué –ahora pregunto yo- sufres tanto y eres tan infeliz si eres tan joven y has logrado tantas cosas. No comprendo. Por qué. Acariciaba mi pelo. Me gustan tus ojos y tu pelo. Tengo sólo 3 años menos que tú. Yo tengo muchísimos años, tú eres muy joven y podrías ser feliz. Yo no, yo soy vieja, muy vieja. Podríamos haber sido felices. Esa frase la dijiste unos meses, años, después… en pasado. Yo aún lo hubiese intentado. Ahora que la recuerdo y te recuerdo siento el mismo dolor. Siento –más bien- el recuerdo de aquel terrible dolor. Y no sé qué duele más. Si el dolor o el recuerdo. Porque yo declaro, Stella, que me fui de Venezuela huyendo del régimen terrible de Hugo Chávez. Pero tú y yo sabemos la verdad. Yo huí de ti, de tu recuerdo. Pero igual que el amor, el que sentí por ti, y el amor en general, huir igual que amar son ambos una imposibilidad, la misma imposibilidad. Podríamos haber sido felices. Lo realmente doloroso es que fuimos nosotras mismas las que nos provocamos ese dolor. Hasta el día de nuestra muerte, Stella. Es cierto que todos vamos a morir algún día. Pero yo estoy sentenciada. Tuyo fue el veredicto. Te voy a echar la culpa a ti. De cualquier modo, en este mundo, todo es arbitrario. La justicia es –muy afortunadamente- una quimera.

Días después al atardecer decidí visitar el callejón de la puñalada a ver si te veía. Yo –en una época previa- también solía recalar en aquellos mundos subterráneos aunque más puntualmente que tú. No tenía miedo. Al fin y al cabo, yo era una poeta suicida. Y siempre viví dos vidas simultáneas. La dualidad siempre estuvo presente. Mi doble militancia –como decía mi primera psicoanalista lacaniana, Alicia Arenas (me la recomendaste tú, Stella –¡hasta eso!). Te vi al llegar en una mesa. Me saludaste e invitaste a sentarme. Una mujer te leía las cartas. Insistía en leérmelas a mí. Estela la cortó con autoridad: ella no quiere. Y la mujer me sonrió y se alejó por el callejón rumbo a la avenida Casanova. Me tomé unas cervezas contigo. Era el ritual obligado. No me obligabas tú. Pero quién que no bebiese con Stella podía ser amigo de Stella. Nadie. Te demoraste. Saludando a todo el mundo. Una mujer me miró y le preguntó: ¿Stella, de dónde la sacaste, de dónde sacaste tú a esa niña? La mujer lucía realmente sorprendida. Ajáaaaaaaaaaaaa. Nos miró con burla. Y le dijo en tono de sorna a Stella: sinvergüenza. Era obvio que yo al lado de Stella parecía un bicho raro. LeS parecía un bicho raro. Te acompañé a casa con la esperanza de que me invitaras a entrar. No sé si preparaste tus consabidos batidos, no recuerdo. Algo seguro habrás bebido. Algo de alcohol, digo. Estábamos en la habitación. Debajo de la mesa de dibujo, más abajo de la ventana, a la izquierda y apoyados en la pared tenías unas grandes carpetas que rebosaban de papeles. Fuiste hacia ellas. Sacaste algunas y me mostraste unas grandes fotos en blanco y negro (reveladas por ti misma, claro). Estas no son comerciales. No las hago por dinero. Ni para vender. Son de un manicomio del Estado. Un manicomio de mujeres. Fui allí a realizar un reportaje gráfico. Y me metí en un lío con el Ministerio de la Mujer (tuvimos en Venezuela un ministerio semejante…). Las fotos eran terribles, mostraban mujeres famélicas, desnudas; soportando una ducha de agua fría que con una manguera le propinaban unas enfermeras. Tiradas en el suelo, rodeadas de mosquitos. Un ejército de moscas posado sobre ellas. Un claro irrespeto a los derechos humanos. Me impactaron. Estábamos en 1989. De allí en adelante y hasta abril de 2005, cuando huí de Venezuela, pasaron cosas que dejaron muy desactualizadas esas fotos. Lo que ocurría en ese manicomio era benigno. Comparado con lo que vendría después. Luego me mostraste fotos de los ranchos. Por dentro. Junto con tu equipo de Venevisión subieron cerro arriba para un reportaje y tú aprovechaste para algunas tomas personales. Los ranchos por dentro los hemos visto muchas veces en la tele los venezolanos. No era una novedad. Pero había una foto de un niño. Un niño pobre pero feliz y travieso. Al parecer no te dejó ir hasta que le tomaste una o dos fotos a él. Por qué se le veía tan feliz, tan contento, tan conmovedor. Por qué se le veía como un niño “normal” y risueño a pesar de los andrajosos trapos que llevaba puestos. En las fotos parecía que se arrojaba hacia ti. No quería que te fueras. Eras tú la causa de su repentina e insensata alegría. Tú tienes eso que muy poca gente tiene. A ti nadie podría odiarte. Todos te queremos, Stella. Eras una fuerza de la naturaleza. Más poderosa que el sol de Caracas. En marzo de 2006 estando en Roma salí del metro en la estación Coliseo. Previamente había caminado Roma –como tú, hace más de 20 años. Al salir del metro me cegó el sol invernal. Ante mis ojos el coliseo pagano no me llevaba a tu recuerdo. Traté de tender un puente entre Roma y tú. Un puente artificial. Me pregunté por el teatro (si existió alguna vez) y por la actriz madura (si te cobijó alguna vez). Pero qué importan las verdades o mentiras. Finalmente, busqué una barra de alguna cafetería y me tomé un capuccino. Un verdadero capuccino romano. No esa taza inmensa de café con leche cubierta de nata batida que te sirven en Caracas cuando pides un Capuccino. En Las Mercedes, claro. O en el Gran Café. Buscaste entre las carpetas. Dónde está. Por fin sacaste un cuadro –una acuarela- y mostrándomela dijiste: se llama Desfile de Modas. ¿La pintaste tú? No. Me la dio un pintor de Sabana Grande que vive en la calle: me costó 100 bolos y 2 cervezas. Era un buen cuadro, una sátira representaba a las modelos. Tenía tu olor, tu marca. Aquel cuadrito anónimo. ¿Sabes qué quiero hacer yo cuando sea grande? Escultora. En el canal tengo escondida una piedra –cuando no me ven la esculpo con un cincel. Un día de estos me la tiran a la basura. Estoy harta del canal. Antes de irme, muy tarde en la noche, te pedí permiso para volver a ver la foto. La que estaba colocada en la repisa de madera, cerca del baño. Tus abuelas, tu madre, Stella ya es Stella, el niño que te miraba risueño, el cuadrito del desfile de modas, tu partitura de Moliendo Café (guardada como un tesoro), tus papelitos, tu bolso de Alitalia (tú inseparable compañero cuando salías a la calle), tu consumo desenfrenado de alcohol, drogas, pitillos, tu sobreexposición a situaciones peligrosas, tu pobreza, tu humilde pisito, tu hornillita eléctrica (como la de los ranchos o peor). Tu belleza totalmente desperdiciada. Lo mismo que tu inteligencia. Tu hipersensibilidad. Tus reproches. Yo estaba de moda. Odié y rechacé toda mi vida previa. Mi título de ingeniero –me separaba de ti. Mi título del IESA –me separaba de ti. Mi trabajo para el gobierno –me separaba de ti. Toda esa mierda me separaba de ti. Y tenías razón. No te merecía. Todo eso no era más que una “mentira podrida” –como solías decir. Yo era, Estela Marina, una mentira podrida. Me detesté a mí misma, mis valores no eran sino una porquería (por eso era infeliz, por eso tú jamás me amarías). Trataba, ante ti, de reivindicar mi condición de poeta. Y deplorar lo demás. Perdón por ser ingeniero, perdón por el ministerio. Lo hago para poder comer, Stella. Perdón. Yo hablaba alemán e inglés. Los idiomas equivocados. Perdón, Stella, perdón. Stella francés e italiano. Enseguida me propuse mejorar mi francés y aprender italiano. Olvidaría el inglés, lo prometo, Stella (En 1999 descubrí que estabas estudiando inglés en la Academia Americana, ni siquiera inglés británico –sino gringo; pero tú eres libre Stella, tú me puedes juzgar pues lo mío es un vulgar comportamiento pequeño burgués, lo tuyo es rectificar –de sabios-, lo mío es contradicción –de burguesa). También aprendí teoría y solfeo. Para entender tu única partitura, Moliendo café. Una canción folclórica que siempre he odiado. Porque yo odio el folclore venezolano, lo detesto. Han pasado 20 años y estoy a ocho mil kilómetros de tu casa, Stella. Es primavera, afuera el sol brilla –por fin- y yo estoy encerrada porque debo terminar esta novela. Quiero conseguir un adelanto de la editorial. Y quiero ir a Praga. Quiero una novia nueva que me lleve a recorrer en coche la otra mitad de España que Isabelle Marie no me mostró porque terminamos antes, a pesar de nuestra luna de miel en Oporto. Te amé en Oporto. Oporto para dos. Porque de vez en cuando, a menudo, te sustituyo y tengo novias normales, no excepcionales –como tú- y engordo y soy feliz. Aquí –lejos de Chávez y lejos de ti.

Un domingo me llamaste. Tengo ganas de verte (yo también pero quería que lo dijeses tú; era parte de mi fallida estrategia para no caer en tus manos; no quería que supieses que te amaba). No había nadie en la calle. Eran como las 4 de la tarde y caía sobre Caracas un sol torpe, pesado. Llegué a tu portal y le di al intercomunicador. Abrió la conserje –como siempre. Subí a tu piso. Llevaba una botella de vino. Vino blanco. Chablís. Me senté en el sofá. Tú en el taburete de la mesa de dibujo. Preferiste tomar whisky. Yo me tomaba el vino. El whisky era de adultos. Qué pelón. La cagué otra vez. La niñita llevó vino. Inesperadamente, llegó un amigo tuyo. Nos pusimos a conversar los tres. Yo hablaba como una cotorra y disimulaba como podía mi aburrimiento. Pensé que estaríamos solas. Se acabó el vino y Stella me ofreció whisky, después ron. No quedaba más nada que beber salvo una botella de sidra de manzana. La tomamos también. Se fue el amigo de Stella, tambaleándose. Yo casi dormía en el sofá. Stella se aseguró que la puerta del piso estuviese bien cerrada. Vino hacia mí. Me cargó en brazos. Y me llevó a la habitación. Me sacó los zapatos. Me depositó en la cama, vestida. Se recostó vestida ella tan sólo con unas bragas y una franela. Acaricié sus senos por encima de su franela. Se la quitó y la tiró al piso. Es mejor así –dijo. Quítate los pantalones –me ordenó. Estaba borracha pero logré sacármelos. Ella ya estaba sin bragas y creo yo también. Aunque no recordaba habérmelas sacado. Me saqué el sostén mas dejé mi franela –tenía algo de frío. Yo estaba acostada contra la pared y ella del otro lado de la cama. Era una cama pequeña para dos personas. Me coloqué de lado y la besé. Nunca en la vida había besado unos labios más carnosos, más acogedores, más receptivos. No podía separarme de su boca, de su olor a alcohol y tabaco. Estaba sentenciada. Recorrí su piel dorada por el sol hasta llegar al pubis. La acaricié lentamente. Me estás tocando pero tócame con propiedad –dijo. Tomó mi mano derecha con fuerza y ordenó de nuevo: entra. Introduje con sumo cuidado un solo dedo en su vagina. Su mano férrea me tomaba por la muñeca: dos, mete dos –dijo en tono imperativo. Y luego, sin hablar, me obligó a introducir un tercero. No quiero hacerte daño –susurré perpleja. Hasta ese día el amor físico con otras mujeres había sido sensual, suave, delicado. Ingenuo. Stella comenzó a moverse bruscamente mientras sujetaba mi mano. Entra más. Ya no veía mi mano desaparecida dentro de su vagina. Stella se sacudía en enormes espasmos. Pronto viene. Te mato si sales. Allí viene, no te atrevas a salir. Yo no podía más. Mi mano no era lo suficientemente poderosa para esa mujer. Me esforcé lo más que pude. Aguanté. Por fin un gritó: ¡¡¡ Coño !!! Unos espasmos liberadores. Cuerpo a tierra. Me acosté de espaldas, agotada. Stella se inclinó y me besó. Yo te amo, te amo. Me has dado belleza. Luego cínica: ¿te rompí la mano? No pasa nada. Extendió su mano hacia atrás, hacia una mesita de noche que estaba detrás de la cabecera de la cama. Y colocó sobre sus piernas largas, larguísimas, un cenicero. Encendió un pitillo. Pero no quiso compartirlo. Me ofreció otro. Yo jamás comparto mis pitillos. Tal vez uno de estos días comparta uno contigo. No lo hago con nadie (Semanas después en el sofá compartimos un pitillo mientras me dijo: esto sólo te lo permito a ti, sólo contigo comparto el pitillo, sabes). Lucía más bella que nunca. Y transmitía paz, tranquilidad. La atmósfera se volvió light. Soportable. Estábamos relajadas. Yo no compartía mis pensamientos. Pero pensaba y sentía. Era la primera vez que contemplaba un hermoso, potente y verdadero orgasmo de mujer. Era mi primera hembra. Y yo la había hecho gozar. Yo le había dado belleza. Pero quería darle mucho más. Una vida cómoda. Lo que quisiese. Lo que pidiese. Y estaba dispuesta a compartirla (sabía que sería así). Mis anteriores amantes mujeres quedaron reducidas a polvo. Todas ellas unas niñas ricas y consentidas que se creían muy liberales por ser lesbianas y que amaban con tanto purito, con tanta desgana. Stella era un monstruo, una hembra, hembra. Yo había quedado alucinada. Como un chico virgen de 15 años que se hubiese acostado con una mujer de 30 o 40 por primera vez. Nada más bello que un orgasmo de mujer. Más bello que el bronce al aluminio visto a través de un microscopio electrónico. Y yo que trataba de entender a Lezama Lima. No se podían hacer dos cosas tan difíciles en una misma vida: leer a Lezama Lima y amar a Stella. Me decanté por la segunda. Luego del pitillo me entró un sueño bárbaro. Me llevaba, profundo. Me acosté de lado con la cara hacia la pared, fue la posición más cómoda que conseguí en una cama tan pequeña. Sentí el cuerpo de Stella que se abrazaba a mí. Pegadito. Apreté su mano izquierda contra mi corazón y sentí su vello púbico sobre mi espalda desnuda. Fue el momento más bello de mi vida. Me quedé dormida profundamente y dormí como un bebé. Al despertar nuestros cuerpos se hallaban totalmente enredados el uno con el otro. Stella abrazada a mí me rodeaba con manos y piernas. Tenía ganas de hacer pipí y un gran dolor de cabeza ya se insinuaba (la combinación alcohólica de la noche anterior). Pero no me moví. Esperé dos horas hasta que ella se despertó. No mediamos palabra. Fui al baño a hacer pipí y volví a la cama. Ya el dolor de cabeza era realmente insoportable. Yo no acostumbro tener pastillas en casa –dijo. Pero voy a comprar cervezas –con cerveza se te pasa. Algo habré murmurado pues agregó: leche es lo que debería tener para ti, niña. No, tampoco tengo café. Nunca tengo café. Pero déjame ver si queda alguna pastilla. María Elena, con quien dejé de acostarme cuando te conocí, siempre tenía jaquecas y dejaba sus pastillas por aquí. Consiguió una pastilla y me la dio. La tomé y me mareé. Creo que es una pastilla muy fuerte –se asustó Stella. Deja ver si mi vecina me deja algo de café. Volvió con el café. Yo seguía mareada pero al cabo de media hora el dolor de cabeza había desaparecido. Nunca había tenido una jaqueca tan corta. No hablamos. Quieres que me vaya –pregunté. Después de comer algo –dijo- , espera aquí que vaya a por algo de comida. No abras a nadie ni contestes el teléfono. Volvió en unos 20 minutos con dos bistecs y galletas de soda. Frió los bistecs y los sirvió con las galletas. Comimos. Pero ella no terminó su bistec ni comió galletas. Debes comer más –dije. Patatas, arroz, una comida preparada. Esa es una mentira podrida de la civilización. Caza y pesca. Los hombres antiguos comían carne y pescado. Caza y pesca. Pero no tenían luz eléctrica. ¿Vivirías sin luz eléctrica? ¿Quieres volver a la prehistoria? Sin luz eléctrica no –sonrió divertida. Ya estoy alienada por la civilización. Yo sólo dije caza y pesca. Y batidos… -agregué. Sonrió de nuevo –con cierta timidez. No hablábamos. Reinaba el silencio. ¿Ahora sí quieres que me vaya? Ahora sí, por favor. Me acompañó abajo y me dio dos besos y me tocó la mano. Me fui en metro a casa. Me quité la ropa y sin bañarme me acosté a dormir. Como un bebé –otra vez. Dormí dos o tres días seguidos. El teléfono no dejaba de sonar. Era mi madre. Preocupada porque en 3 días no sabía nada de mí. Estuve en cama, durmiendo. ¿Estás enferma? No. Estoy perfecta. Sólo que dormí muchas horas. Tranquila.

En algún momento llamó Stella. Me preguntó si podía ir a su casa inmediatamente. Fui. Estaba haciendo una pequeña maleta. Me voy a Mérida. Tengo una semana libre y me voy a Mérida. Por qué –susurré. Porque tengo una semana de vacaciones. Y si te pido que te quedes. Sonrió: tú sabes que nadie me puede pedir eso a mí. ¿Podrías ir a Venevisión a llevarle a la secretaria del departamento de fotografía mi planilla de impuestos? Se me olvidó hacerlo y se me vence el plazo. Claro, dámela. Yo la llevo. Llamé a una amiga, M. Hilders, para que nos lleve al aeropuerto. ¿NOS lleve? Claro. No quiero ir sola. ¿Vas con ella a Mérida? No. Pero quiero ir acompañada al aeropuerto. Apúrate que ya llamó. Ya viene. Bajamos. Enseguida llegó un Fermont verde. Stella me hizo sentar adelante. Me presenté pues Stella no lo hizo. Stella se sentó atrás. M. Hilders repitió el patrón de la calle de la puñalada. Y esta chica. Joder, Stella. ¿De dónde sacaste a esta niña? Stella no respondió. M. me devoraba con la mirada. Pero si es una sifrina, Stella. Stella en el asiento trasero se estaba metiendo unas rayas de coca. Ordenó a M.: vete primero a la casa de cambios de la Casanova, tengo que cambiar unos francos que Ligia me envió de Paris en una carta. Cambió el dinero y más adelante M. se paró delante de una licorería y Stella metió en el coche una caja de cervezas. Ella y M. tomaban cerveza. Yo fingía tomarme una. Íbamos a toda velocidad, Stella atrás drogada y borracha, por la autopista Caracas-La Guaira.

2 comentarios:

  1. ES BUENO EL RELATO...LO QUE LE FALTA ES ORDEN, ES DECIR; QUE SEA MÁS EVIDENTE CUANDO HABLA UN PERSONAJE U OTRO. AL DECIR QUE LE FALTA "ORDEN" NO QUIERO DECIR QUE ES INCOHERENTE SINO QUE ESTÁ MUY CONTINUA LA NARRACIÓN.SALUDOS :)

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  2. Muchas gracias por el comentario. En realidad está hecho así a propósito. Pero tal vez deba cambiarlo para hacerlo más legible.Saludos.

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